viernes, 6 de mayo de 2011

El derecho a la ciudad

David Harvey, 05 de octubre de 2008
La ciudad, escribió una vez el reputado sociólogo urbano Robert Park: 

Es uno de los intentos más consistentes, y a la postre, más exitosos del hombre, de rehacer el mundo en el que vive a partir de sus anhelos más profundos. Si la ciudad, en todo caso, es el mundo que el hombre ha creado, es también el mundo en el que está condenado a vivir. Así, de manera indirecta y sin una conciencia clara de la naturaleza de su tarea, al hacer la ciudad, el hombre se ha rehecho a sí mismo.

El derecho a la ciudad no es simplemente el derecho de acceso a lo que ya existe, sino el derecho a cambiarlo a partir de nuestros anhelos más profundos. Necesitamos estar seguros de que podremos vivir con nuestras creaciones (un problema para cualquier planificador, arquitecto o pensador utópico). Pero el derecho a rehacernos a nosotros mismos creando un entorno urbano cualitativamente diferente es el más preciado de todos los derechos humanos. 

El enloquecido ritmo y las caóticas formas de la urbanización a lo largo y ancho del mundo han hecho difícil poder reflexionar sobre la naturaleza de esta tarea. Hemos sido hechos y rehechos sin saber exactamente por qué, cómo, hacia dónde y con qué finalidad ¿Cómo podemos, pues, ejercer mejor el derecho a la ciudad?

La ciudad no ha sido nunca un lugar armónico, libre de confusión, conflictos, violencia. Basta leer la historia de la Comuna de París de 1871 o ver el retrato ficticio de las Bandas de Nuevas York de 1850 trazado por Scorsese para tomar consciencia de cuán lejos se ha llegado. Pero bastaría pensar, también, en la violencia que ha dividido Belfast, que ha destruido Beirut y Sarajevo, que ha sacudido Bombay y que ha alcanzado, incluso, a la “ciudad de los ángeles”. La calma y el civismo son la excepción, y no la regla, en la historia urbana. Lo que de verdad interesa es si los resultados son creativos o destructivos. Normalmente son ambas cosas: la ciudad es el escenario histórico de la destrucción creativa. No obstante, la ciudad también ha demostrado ser una forma social notablemente elástica, duradera e innovadora. 

¿Pero de qué derechos hablamos? ¿Y de la ciudad de quién? Los comuneros de 1871 pensaban que tenían derecho a recuperar “su” París de manos de la burguesía y de los lacayos imperiales. Los monárquicos que los mataron, por su parte, pensaban que tenían derecho a recuperar la ciudad en nombre de Dios y de la propiedad privada. En Belfast, católicos y protestantes pensaban que tenían razón, lo mismo que Shiv Sena en Bombay cuando atacó violentamente a los musulmanes ¿No estaban todos, acaso, ejerciendo su derecho a la ciudad? “A derechos iguales” –constató célebremente Marx- “la fuerza decide” ¿Es a esto a lo que se reduce el derecho a la ciudad? ¿Al derecho a luchar por los propios anhelos y a liquidar a todo el que se interponga en el camino? Por momentos el derecho a la ciudad parece un grito lejano que evoca la universalidad de la Declaración de derechos humanos de la ONU ¿O será que lo es?

Marx, como Park, pensaba que nos cambiamos a nosotros mismos cambiando el mundo y viceversa. Esta relación dialéctica está anclada en la raíz misma de todo trabajo humano. La imaginación y el deseo desempeñan un papel importante. Lo que distingue al peor de los arquitectos de la mejor de las abejas –sostenía Marx- es que el arquitecto erige una estructura en su imaginación antes de materializarla en la realidad. Todos nosotros somos, en cierto modo, arquitectos. Individual y colectivamente, hacemos la ciudad a través de nuestras acciones cotidianas y de nuestro compromiso político, intelectual y económico. Pero, al mismo tiempo, la ciudad nos hace a nosotros. ¿Puedo acaso vivir en Los Ángeles sin convertirme en un motorista frustrado? 

Podemos soñar e interrogarnos acerca de mundos urbanos alternativos. Con suficiente perseverancia y poder podemos aspirar incluso a construirlos. Pero las utopías de hoy en día no gozan de buena salud porque cuando se concretan, con frecuencia, es difícil vivir en ellas ¿Qué es lo que no funciona? ¿Carecemos acaso de la brújula moral y ética adecuada para orientar nuestro pensamiento? ¿Será que no podemos construir una ciudad socialmente justa? 


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